No necesitamos un Roosevelt
Publicado por: Pedro Schwartz
Lo profundo de esta crisis económica y financiera de 2007, de 2008 y lo de que te rondaré morena, ha llevado a ensayistas elegantemente escépticos ante la libertad económica a buscar precedentes salvíficos en la historia de la Gran Depresión de 1929 y 30 y de la década que siguió. Sería bueno que estuviesen más al tanto de la historia de aquellos años, pues lo realmente ocurrido entonces aconseja no imitar el New Deal para resolver la crisis de hoy. Siento simpatía por la personalidad de Franklin D. Roosevelt. Mas por lo que se refiere a sus decisiones y recomendaciones económicas dudo de lo benéfico de sus recetas. Dirán que miro a ese gran hombre con ojo crítico porque su ideología era distinta de la mía. Pues yo digo que son los hechos los que indican que sus doctrinas políticas y económicas fueron en conjunto perjudiciales.
1) intervino en la vida de la empresa privada empujándola a invertir pese a las inciertas expectativas, y a mantener altos los salarios aunque el paro no dejaba de crecer.
2) no vetó el arancel proteccionista que le envió el Congreso, con grave deterioro del comercio mundial y de las exportaciones de EEUU.
3) ese nuevo arancel provocó un aumento de los precios alimenticios en el interior para desolación de los parados.
4) arremetió contra la Bolsa y los bolsistas condenando la especulación y la venta de acciones en descubierto.
5) aumentó el gasto público. Los hechos, sin embargo, son tozudos y el país no levantó cabeza.
La personalidad del populista Roosevelt era muy diferente de la del ingeniero Hoover. El nuevo presidente, de amplia sonrisa seductora y boquilla de fumador apuntando hacia el cielo, era un maestro de la retórica política, especialmente en la intimidad de sus charlas semanales por la radio. Su grave invalidez debida a la poliomielitis no le emborronaba el estilo. Aunque era caprichoso en la selección de los miembros de su brains trust (su grupo de pensadores, muchos de ellos admiradores de la Unión Soviética), siempre atendía a los consejos radicales de su esposa Eleanor. Era un activista de los que en situaciones difíciles siempre dicen que “hay que hacer algo”, incluso si no sabe qué. Aún más reveladora es una frase de su discurso inaugural: “la única cosa que tenemos que temer es el miedo mismo”, una hueca llamada a la imprudencia difícil de superar.
Concentración del poder
Pero tras una apariencia de veleidad, se escondía un centralizador incansable: expansión del poder de la Presidencia, destrucción de los frenos y contrapesos de la Constitución, castración del Tribunal Supremo, animadversión a la empresa privada, pasión por las obras públicas del Estado, control de los precios. Durante los primeros “cien días” de su mandato (otra expresión de su cosecha) desató sobre el país un turbión de medidas. Muchas eran una continuación a lo grande de las que pusiera en marcha el intervencionista Hoover. Creó la Tennesee Valley Authority, una empresa pública que tenía por objeto represar los ríos de esa inmensa cuenca fluvial para producir electricidad subvencionada y transformar la pobre agricultura de siete estados sureños, cual un inmenso plan Badajoz, con lo bueno y lo malo de estas intervenciones públicas. Añadió a la maquinaria administrativa del gobierno federal una Seguridad Social hoy virtualmente quebrada. Invadió el terreno hipotecario del crédito privado con Fannie Mae, con las repercusiones que hoy sufrimos. Con la National Industrial Recovery Act buscó crear grandes trust industriales, reglamentar las pequeñas empresas, imponer el salario mínimo y fomentar el reconocimiento de los sindicatos: no es de extrañar la admiración por Mussolini entre los newdealers.
En el folklore del pensamiento único, el New Deal de Roosevelt se presenta como el programa que consiguió sacar a EEUU de la Gran Depresión. Nada menos cierto, como muestran las investigaciones de Milton Friedman y Anna J. Schwartz en su Historia monetaria de los EEUU (1963). En 1933 inició Roosevelt su mandato. Inmediatamente tuvo lugar una fuerte expansión productiva que, pese a su intensidad inicial, no se mantuvo. Incluso peor: en 1937-38 intervino otra dura recesión. Hubo que esperar al esfuerzo del rearme para la Segunda Guerra Mundial para que se consolidaran tasas de expansión de la producción industrial típicamente americanas. La recuperación, pues, fue muy desigual durante las dos primeras presidencias de Roosevelt. Sobre todo falló la inversión privada, atemorizada, señalaron Friedman y Schwartz, por la invasión legislativa y nacionalizadora. En efecto, la formación de capital fijo privado aún era un 6% menor en la cima de 1937 que en la del 29. Lo peor fue que no se recuperó la plena ocupación. En 1938, el paro afectaba a 10,6 millones trabajadores de una población activa de casi 54 millones.
La desgracia es que todas las intervenciones públicas de Hoover y Roosevelt no incluían medidas para evitar una reducción del dinero en circulación. Se permitió la quiebra o suspensión de pagos de innumerables bancos, con la consiguiente reducción de la oferta monetaria y el agravamiento del azote de la deflación. Cierto es que las medidas monetarias eran de la responsabilidad exclusiva de una Reserva Federal corta de vista, pero las vacilaciones de Roosevelt en materia del patrón oro fueron especialmente ineptas. Los presidentes podrían haber usado su autoridad para influir en el banquero central. Tenían razón Friedman y Schwartz al concluir que la contracción cíclica del 29 se prolongó tan dolorosa e innecesariamente durante diez años debido a los errores de una empresa pública, la Reserva Federal, y de unas políticas públicas, las del New Deal.
1 comentario:
Esta crisis la ha provocado el Estado y los políticos tratan de aprovechar para lograr más poder.
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