Ya hace algún tiempo glosé el ensayo de Bastiat, Lo que se ve y lo que no se ve a propósito del coste de la regulación europea a las empresas. Hoy me viene a la cabeza por las ayudas del Gobierno de EE.UU. a las empresas automovilísticas, que pronto veremos en España, a tenor de la cada vez mayor presión de los lobbies automovilísticos sobre el Gobierno.
Efectivamente, tanto GM como Chrysler, aceptaron hace poco unas ayudas del Gobierno para ayudarles a salir de la crisis. Ford, sin embargo, no aceptó la intromisión gubernamental en sus cuentas y en su gestión.
Ayer leí que GM ofrece a sus clientes unas condiciones de financiación muy ventajosas, mucho más que las que puede ofrecer Ford, gracias a la ayuda del Estado norteamericano. Es decir, que ahora GM es capaz de competir, con la ayuda de los impuestos de todos los norteamericanos en condiciones mucho más ventajosas que sus rivales. Y, dado que el Estado norteamericano, ha adquirido nada menos que 5 mil millones en acciones de la financiera de GM, es el propio Estado el que está compitiendo con las empresas automovilísticas privadas. Dadas estas condiciones, ¿qué estará dispuesto a hacer el Estado para que GM sobreviva y no se pierda así la ingente cantidad de dinero prestada?
Es el típico caso de una ayuda supuestamente bienintencionada para salvar puestos de trabajo que provoca una competencia desleal y la posible ruina de los competidores no estatalizados. Si los norteamericanos quisieran ayudar a GM o ser accionistas de esa empresa, podrían comprar acciones baratas o bonos convertibles con una buena rentabilidad. Pero no, el "liberal" Bush les ha obligado a comprar acciones y a jugarse su dinero en una empresa ineficaz y ruinosa que no será capaz de devolver el dinero sin arruinar previamente a otras muchos trabajadores.
Este fragmento de Bastiat sobre las Obras Públicas, como las que nos ha anunciado el Gobierno Zapatero en forma de ayudas a los ayuntamientos, es bastante ilustrativo de lo que ocurre en realidad con la intervención estatal.
Que una nación, después de haberse asegurado de que una gran empresa debe beneficiar a la comunidad, la haga ejecutar bajo la financiación de una cotización común, nada hay más natural. Pero la paciencia se me agota, lo confieso, cuando oigo a alguien proclamar su apoyo a ésta resolución con ésta metedura de pata económica: "Además es una manera de crear trabajo para los obreros"
El estado traza un camino, construye un palacio, mejora una calle, cava un canal; así da trabajo a unos obreros, esto es lo que se ve, pero priva de trabajo a otros obreros, esto es lo que no se ve.
He aquí la carretera siendo construida. Mil obreros llegan todas la mañanas, se van todas las noches, cierto es, tienen un salario. Si la carretera no hubiera sido decretada, si los fondos no hubieran sido votados, estas bravas gentes no habrían tenido ni el trabajo ni el salario, bien es cierto.
Pero, ¿es esto todo? La operación, en su conjunto, ¿no comprende alguna otra cosa? En el momento en el que el Sr. Dupin pronuncia las palabras sacramentales: "La Asamblea ha adoptado", ¿descienden los millones milagrosamente por un rayo de luna a las arcas de los señores Fould y Bineau? Para que la evolución, como se dice, sea completa, ¿no hace falta que el Estado organice tanto el cobro como el gasto? ¿que ponga a sus recaudadores en campaña y a sus contribuyentes a contribuir?
Estudie entonces la cuestión en sus dos elementos. Siempre constatando el destino que el Estado da a los millones votados, no olvide constatar también el destino que los contribuyentes habrían dado — y ya no pueden dar— a esos mismos millones. Entonces, comprenderá que una empresa pública es un medallón con dos caras. En una figura un obrero ocupado, con la inscripción: lo que se ve, y sobre la otra, un obrero en paro, con la inscripción: lo que no se ve.
El sofisma que yo combato en este escrito es tanto más peligroso, aplicado a las obras públicas, en cuanto sirve a las empresas más alocadas. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real, basta invocar esta utilidad. Pero si no se puede, ¿que se hace? Se recurre a este engaño: "Hay que dar trabajo a los obreros."
Dicho esto, se ordena hacer y deshacer las terrazas de los Campos de Marte. El gran Napoleón, lo sabemos, creía hacer una obra filantrópica haciendo cavar y rellenar fosas. También decía: "¿Qué importa el resultado? No hay más que ver la riqueza distribuida entre las clases trabajadoras."
Vayamos al fondo del asunto. El dinero nos hace ilusión. Pedir la participación, en forma de dinero, de todos los ciudadanos a una obra común, es en realidad pedirles una participación al contado: ya que cada uno de ellos se procura, mediante el trabajo, la suma sobre la que se le impone fiscalmente. Que se reuna a todos los ciudadanos para hacerles ejecutar, mediante préstamo, una obra útil a todos, es comprensible; su recompensa estará en el resultado de la obra misma. Pero que tras haberles convocado, se les pida hacer carreteras por las que ninguno va a pasar, palacios en los que ninguno de ellos habitará, y esto, bajo pretexto de ofrecerles trabajo: esto sería absurdo y ciertamente podrían objetar: de este trabajo no obtendremos beneficio alguno (sólo obtendremos el esfuerzo); preferimos trabajar por nuestra cuenta.
El procedimiento por el que se hace participar a los ciudadanos en dinero y no en trabajo no cambia nada el resultado general. Solo que, por el primer procedimiento, la pérdida se reparte entre todo el mundo. Por el primero, aquellos a los que el Estado ocupa escapan a su parte de pérdida, añadiéndola a la que sus compatriotas han sufrido ya.
Hay un artículo de la Constitución que dice:
"La sociedad favorece y apoya el desarrollo del trabajo... mediante el establecimiento por el Estado, los departamentos y las comunas, de obras públicas destinadas a emplear los brazos desocupados."
Como medida temporal, en un tiempo de crisis, durante un invierno riguroso, esta intervención del contribuyente puede tener buenos efectos. Actúa de la misma manera que los seguros. No añade nada al trabajo y al salario, pero toma trabajo y salario del tiempo ordinario para dotar, con pérdida bien es cierto, las épocas difíciles.
Como medida permanente, general, sistemática, no es más que un engaño ruinoso, un imposible, una contradicción que muestra un poco de trabajo estimulado que se ve, y oculta mucho trabajo impedido, que no se ve.
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