¿Sabían que para hervir una rana lo que hay que hacer es ponerla en agua fría y calentarla lentamente? Se ve que si uno la pone directamente en agua hirviendo, la rana salta escaldada, mientras que si la mete en agua fría y la temperatura sube poco a poco, su cuerpo se acostumbra al calor y acaba muriendo cocida.
Que España está perdiendo competitividad económica es cada día más obvio. Lo que no es tan evidente es que causa sea la misma que la de… ¡la rana!
Países como Finlandia o Suecia hicieron profundas reformas económicas en los años noventa, justo después de sufrir recesiones catastróficas. Esas crisis escaldaron tanto a las autoridades de la época que saltaron como la rana ante el agua hirviendo y realizaron unas costosas reformas que les ha hecho ganar competitividad a medio plazo.
Mientras tanto, España disfrutaba de un crecimiento que lleva ya 13 años ininterrumpidos y que ha hecho que las autoridades presuman y se dediquen a ir por el mundo dando arrogantes lecciones de cómo se hacen las cosas.
El problema es que el crecimiento español se ha basado casi exclusivamente en dos sectores de limitado recorrido: el turismo y la construcción. El turismo podía seguir tirando al menos hasta que masificación y los desastres medioambientales hicieran mella. El bum de la construcción, sin embargo, no podía continuar ya que se basaba en el aumento continuado de precios que hacía que una gran masa de ciudadanos quisiera ser propietaria de viviendas para hacerse rica. Ese deseo de comprar (facilitado en parte por unos bancos que daban hipotecas baratas y larguísimas), retroalimentaba los precios y las ganas de comprar, creando un círculo vicioso –que algunos llaman burbuja inmobiliaria- en el que la construcción creó millones de puestos de trabajo, riqueza y un crecimiento económico espectacular.
La felicidad era tan grande que nadie se daba cuenta de que, para la rana, la temperatura estaba subiendo y que, para España, la competitividad se iba deteriorando. Pero la autocomplacencia hacía que nadie se preocupara de implementar las dolorosas reformas que hubieran permitido pasar a producir bienes alternativos cuando el bum inmobiliario llegara a su fin: la calidad de los estudiantes –y futuros trabajadores- empeoraba objetivamente, las empresas que querían ampliar actividades e innovar encontraban entornos cada vez más regulados y hostiles, la investigación perdía calidad y rumbo, el marco institucional era cada vez más opresivo y la mentalidad general era cada día más funcionarial y menos emprendedora entre otras cosas.
Pero, en lugar de reformar, España seguía basando su crecimiento en el ladrillo, hasta el punto que entre el 15% y el 19% del PIB español dependía de la construcción (en comparación, en Estados Unidos esa proporción no llegaba al 5%). Eso creó una dependencia tan grande que ponía en peligro las bases del crecimiento si algún día llegaba la crisis al sector.
Y, naturalmente, la crisis llegó al sector. Y, lógicamente, España no estaba preparada porque la rana ya estaba hervida: las familias americanas “subprime” dejaron de pagar su hipoteca, las viviendas bajaron de precio, los consumidores se empobrecieron, los bancos dejaron de prestar y se precipitó la recesión. Claro que todo eso sucedía en Estados Unidos… o al menos eso proclamaban nerviosamente esperanzados el presidente Zapatero y el ministro Solbes.
El problema es que luego llegaron los dramáticos datos del mes de enero: la inflación más alta de los últimos 12 años, la producción industrial se derrumbó en 2,4 puntos (la mayor caída de los últimos 6 años), el índice PMI empresarial sufrió el descenso más brusco de la historia al pasar de 51 a 42, el paro sufrió el mayor aumento desde que se construyen estadísticas, las reservas de vivienda bajaron en un 60% (lo que obligará a reducir todavía más la construcción en los próximos meses), el déficit exterior llegó al 10% del PIB, el stock de divisas cayó hasta 13.000 millones y sólo permite comprar el equivalente de 12 días de importaciones, la confianza de los consumidores se desmoronó de 72,3 a 70,9 y la bolsa sufrió dos desplomes históricos en una semana.
¿Y qué hicieron los líderes españoles ante todo esto? Pues, de hecho… ¡nada! Se limitaron proclamar que el superávit fiscal representaba un gran seguro para el país y que todo iba la mar de bien. Pero en economía, la actitud del gobierno es importante, aunque sólo sea para no generar desconfianza. Si uno dice que no pasa nada pero los números indican lo contrario, uno da la impresión de que está perdido, o que no entiende que existe un problema, o que no sabe solucionarlo… o, simplemente, que está rezando para que la crisis no explote hasta después de las elecciones, a ver si le salva la campana. Sea como fuere, esa actitud pasiva e interesadamente optimista provoca una desconfianza que no hace más que empeorar la situación.
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