La opinión privada
Hace unos días, un profesor de la universidad subió a la tribuna del Parlament para defender una ILP, una iniciativa legislativa popular avalada por 50.000 firmas. Pero en cuanto empezó a hablar, los parlamentarios abandonaron los escaños bostezando y salieron a fumar. El profesor, "indignado" por tan obvio "desprecio", prorrumpió en despectivos exabruptos.
No le faltaba razón, porque sus señorías a cambio de sus sueldos deberían guardar las formas, o sea, disimular el desprecio que les merece la sociedad a la que "representan"; por eso precisamente se llama a los Parlamentos cámaras "de representación popular". Sin embargo, al profesor Caja no debería asombrarle lo sucedido, pues ya advirtió Peter Sloterdijk en El desprecio de las masas que a las masas algunos las adulan, y otros las arengan o las insultan, pero todos las desprecian. Incluso la misma masa se desprecia a sí misma, ya que una de sus características más evidentes es que todos y cada uno de sus miembros desean distinguirse de ella.
Hemos traído aquí esa escena para ilustrar el fenómeno de la paulatina pero constante reducción de todos los valores del juicio al desprecio, como si viviéramos en los versos de Almafuerte: "Yo repudié al feliz, al potentado, / al honesto, al harmónico y al fuerte, / porque pensé que les tocó la suerte / como a cualquier tahúr afortunado".
Como fluido pegajoso lo impregna todo. En cuanto a la vida política, lo acabamos de ver, baste añadir que el partido hoy dominante se precia literalmente de "no hacer el indio": rasgo con el que quiere distinguirse de los demás partidos. No sé si con éxito, pues el desprecio de los políticos hacia la gente es recíproco. Algo semejante se observa en los demás estamentos. El mismo fluido repelente circula entre el tribuno del diario y sus lectores, el cura y su feligresía dolorosamente menguante, el artista y el público que no le entiende, entre el editor (que considera al autor pálida sombra de los verdaderos y extintos gigantes) y el autor (que considera al editor un ignorante, un avaro de Galdós); entre los alumnos (qué rancio y qué friki es el profe) y el profesor (todo esfuerzo es inútil con estos analfabetos). Y circula en el ámbito decisivo en términos formativos, la televisión. Sus gestores y agentes, desde la cínica Gestmusic al moralista Ferran Monegal, desprecian a la audiencia por conformarse con los pobres simulacros que le ofrecen, y porque si no la despreciasen les faltaría el valor necesario para rebajarse a confeccionar tales simulacros; a su vez, la audiencia busca en la pantalla ocasión para despreciar y reforzar la autoestima. Si pudiéramos oír la opinión privada de la gente nos sorprendería encontrar en todas las conciencias estas dos palabras:
-¡Qué imbécil!
Un fantasma recorre Barcelona, es el desprecio. Su himno es aquella copla escéptica: "Veracruz no es Vera Cruz / Santo Domingo no es santo, / ni Puerto Rico tan rico / pa que lo veneren tanto". La admiración ha dejado de practicarse, ha pasado a ser una categoría escasa, la poca que queda no se dirige hacia estadistas o artistas, sino a algunos futbolistas y un señor hábil en licuar croquetas. En cuanto a lo que sea respetable, se lo maneja y observa y desmonta con curiosidad arqueológica, a ver cómo se formó semejante artefacto, semejante cosa que tiene, sí, el mérito de parecer respetable sólo hasta que le hayamos descubierto el truco.
En contrapartida, se nos presenta como motivo consolador el hecho de que el odio ha caído en desgracia. En la sociedad de la democracia, la tolerancia y el igualitarismo son inaceptables. Para no frustrarse ha mutado en desprecio: no hay lugar donde todos seamos más iguales.
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