Un soldado, recién regresado de Irak, muere en circunstancias extrañas en las inmediaciones de una base militar en Estados Unidos. Su padre, Tommy Lee Jones, un ex militar servidor en Vietnam, investiga junto a una policía local el misterioso asesinato, enfrentándose al sospechoso encubrimiento de los militares de la base. Unas grabaciones y fotos del hijo, que el padre va recibiendo poco a poco, sirven de soporte paralelo al desarrollo de la acción principal, mostrándonos el revés de la trama, la parte complementaria que nos desvelará el nudo gordiano.
La película es un excelente retrato del personaje del padre, un militar chapado a la antigua, servidor de su país y fiel a los principios que le inspiraron en su juventud: honor, lealtad, disciplina, minuciosidad. Este carácter está fuera de su tiempo y está contrapuesto al de su propio hijo y al de los militares a los que investiga, influidos por el horror de la guerra y, probablemente, por una época en la que esos valores han perdido su importancia en favor del hedonismo, el éxito y la solución fácil, sin remordimientos. Es un personaje duro y serio, pero que suscita una cierta admiración por la forma en la que afronta la adversidad de la muerte de su último hijo (el primero, también militar, había muerto años antes) con estoicismo y sentido del deber. Desvelado el misterio y consciente de los actos cometidos por su hijo, el viejo militar se enfrenta a sus creencias y se plantea cuestiones que nunca antes se había planteado.
La historia está bien construida, aunque hay que concederle algunas licencias al servicio de la narración, como que un padre que no es policía participe en la investigación del asesinato de su hijo, robe pruebas y se haga amigo de la policía que investiga en solitario el crimen. Quizás le sobre algo de metraje, como suele pasar con casi todas las películas actuales.
Pero, en realidad, la intriga no es más que una excusa para la reflexión en torno a los efectos que la guerra tiene en los soldados que luchan en ella. La dureza de la guerra hace perder el sentido a los hombres y su comportamiento se altera de forma brutal, llegando a cometer actos salvajes y de crueldad banal. Este es el meollo de la cuestión y la gran pregunta que se plantea el espectador al encenderse las luces.
¿Hasta dónde debe llegar nuestro cumplimiento del deber y de las órdenes? ¿Qué principios son irrenunciables y no se deben vulnerar jamás? Esta pregunta ya la planteó Hannah Arendt en su ensayo Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Eichmann fue un teniente coronel de las SS que en el diario escrito durante su juicio en Jerusalén, se presenta como un hombre normal que sólo obedecía órdenes de una maquinaria infernal. Tiene un objetivo y lo cumple. No importa que la "mercancía" que utilice sean judíos, tornillos o vacas. Lo explica bien Hermann Tertsch.
En cualquier caso, el gran drama es el del niño atropellado, el del judío muerto. El otro tiene al menos la libertad de elegir si quiere ser parte de la maquinaria o no.
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