La cuestión de quién ganó el debate entre Solbes y Pizarro eludió el tema crucial: en qué medida estaban jugando en equipos contrarios.
Las pensiones fueron el mejor ejemplo de que pateaban ambos contra la misma portería. Solbes le acusó, como si se tratara de un crimen, de estar a favor de la capitalización o privatización de las pensiones. Y habló del sistema chileno como si fuera de Pinochet.
La capitalización y privatización significa que las pensiones no son de los políticos sino de los ciudadanos. Pizarro podría haberlo dicho, y haber aclarado que el sistema chileno no es de Pinochet, puesto que ha vivido más años en democracia que en dictadura, y ha sido aplicado en otros países democráticos. Pero no dijo nada de esto, y se defendió de la terrible acusación de estar a favor de la libertad, afirmando que apoyaba un esquema «complementario» porque «hace falta un sistema público de pensiones».
Cuando llegó el tema de la reforma fiscal, Pizarro no fue capaz de argumentar en contra del gasto público. Ante la obvia pregunta de Solbes de qué gasto reduciría el PP, no dijo nada de contener la redistribución. Al contrario, repitió dos veces lo bueno que es el gasto público en vivienda. La rebaja de impuestos no es para Pizarro buena por sí misma, sino porque «se puede recaudar más». Reiteró viejas y falaces consignas intervencionistas como: «Sin justicia social no hay paz ni convivencia».
En esas condiciones, Solbes gozaba de evidente ventaja. En efecto, si el PP está a favor del gasto público, entonces su posición fiscal se situará siempre a la defensiva, y será incapaz de impugnar la réplica socialista de que no se pueden reducir los impuestos porque ello «pone en peligro las políticas sociales».
Dijo Matías Prats que pocas veces un moderador había tenido menos trabajo. Es verdad que Solbes y Pizarro son dos caballeros, lo que no es usual en política. Pero además estaban esencialmente de acuerdo, lo que es más usual de lo que parece.
Juan Manuel de Prada abunda en el tema de la supuesta superioridad moral de la izquierda que ya citaba en su artículo de la semana pasada. Cuando la derecha liberal le cede el terreno de las ideas a la socialdemocracia, la guerra está perdida. Como decía antes ellos serán siempre mejores socialistas.
UNA guía electoral socialista sostiene que Rajoy ha conducido a su partido a un «auténtico búnker de extrema derecha». Yo creo que a Rajoy se le pueden colgar muchos sambenitos, pero tildarlo de extremista es tan inverosímil como calificarlo de sex-symbol. La izquierda española, ya se sabe, tiene el monopolio en el reparto de anatemas ideológicos; y puede jactarse de haber logrado que el subconsciente colectivo haya hecho propias sus caracterizaciones más burdas y esquemáticas. España es ese país donde uno puede decir «soy de izquierdas» como formulación orgullosa; en cambio, a nadie se le ocurre decir «soy de derechas», porque sería tan oprobioso como decir «padezco lepra» o «tengo fimosis». Y así, desde hace años, la gente de derechas en España anda inventándose rocambolescas designaciones que disfracen su adscripción ideológica: que si liberal, que si reformista, que si patatín, que si patatán. La batalla de las ideas empieza a perderse en la batalla de las palabras; y desde que la derecha española admitió que declarar sin ambages su adscripción era un baldón o una ignominia, cedió a su contrincante un terreno que le será muy difícil recuperar. Una vez cedido ese terreno, resultan más bien patéticos sus esfuerzos por «conquistar el centro», por la sencilla razón de que el llamado centro es una región brumosa, cuyas coordenadas las establece quien maneja el cotarro. En España el cotarro lo maneja la izquierda, que puede situar el centro donde le pete; y, así, el esfuerzo de la derecha por acercarse al centro es tan estéril y conmovedor como el del gozquecillo que corre en pos de un hueso que nunca puede alcanzar, porque la izquierda lo acerca a su terreno tirando de un hilo. Y, mientras tira del hilo, la izquierda se descojona del gozquecillo.
Menos inverosímil que la adscripción ideológica extremista resulta la ubicación de la derecha en un búnker, lugar al que desde luego no la ha conducido Rajoy, sino la hostilidad del Régimen. Un búnker, según su acepción originaria, es un refugio subterráneo para protegerse de bombardeos; y en España, para ser de derechas, hay que conformarse con vivir en un búnker, porque en cuanto enseñas la jeta te la parten. Bueno, en realidad no hace falta ser de derechas para que te la partan; basta con que no comulgues con los principios del Régimen. En los últimos días se han repetido los episodios de agresiones verbales y zarandeos a diversas personalidades políticas (siempre mujeres, por cierto, para añadir más vileza a la cobardía) que pretendían proclamar sus ideas en varias universidades públicas españolas. Los rectores de tales universidades, en un alarde de cinismo, han declarado sentirse abochornados por los incidentes, alegando que la universidad es un foro para «el debate de ideas». ¿A quién pretenden engañar estos señores? Las universidades públicas españolas son, desde hace mucho tiempo, centros de proselitismo izquierdista donde los cachorros del Matrix progre reciben adiestramiento, feudos de orientación ideológica donde se promueve sin rebozo la demonización de la derecha y donde la adscripción al Régimen es el mejor salvoconducto para el medro personal. En algunas se tolera a los profesores de derechas, a cambio de que se estén quietecitos en el búnker; en otras, ni eso.
Se pretenden presentar estos incidentes como acontecimientos aislados; y tal vez lo sean en un sentido sarcástico: en efecto, la visita de una personalidad política (pero lo mismo podría predicarse de personalidades de cualquier otro ámbito social, intelectual o artístico) no adscrita al Régimen a una universidad pública española constituye un «acontecimiento aislado». Sería muy aleccionador que alguien elaborase un estudio sobre la orientación ideológica de las personas que, a lo largo de un curso académico, son invitadas por las distintas universidades públicas españolas a impartir conferencias o participar en «debates de ideas»: descubríamos enseguida que la visita de políticos e intelectuales de derechas es -por decirlo con un eufemismo- algo menos que asidua; y los pocos que son invitados han de llegar avergonzándose de serlo, como si padecieran lepra o fimosis, no sea que les lluevan las tortas.
Ser de derechas, en España, es vivir en un búnker.
No hay comentarios:
Publicar un comentario