-Me confieso culpable de no haber comprendido la compulsión fatal que actúa detrás de la política del Gobierno, y de haber sido partidario, en consecuencia, de la oposición. Me confieso culpable de haber seguido impulsos sentimentales y, al hacerlo, de haberme puesto en contradicción con la necesidad histórica. He prestado oídos a las lamentaciones de los sacrificados, cerrándolos a los argumentos que demostraban la necesidad del sacrificio. Me confieso culpable de haber
valorado la cuestión de la culpabilidad e inocencia en un plano más elevado que el de la utilidad y el perjuicio. Finalmente, me declaro culpable de haber colocado la idea de hombre por encima de la idea de humanidad...
Rubashov hizo una pausa y procuró abrir los ojos, que dirigía parpadeando hacia el rincón donde estaba la taquígrafa, tratando de protegerse de la luz; la muchacha acababa de tomar lo que había dicho y le parecía que se dibujaba una sonrisa irónica en su puntiagudo perfil.
-Yo sé -continuó Rubashov- que mi aberración, de haberse llevado a la práctica, hubiera constituido un peligro mortal para la Revolución. Cualquier oposición en los puntos de inflexión de la curva que sigue la historia lleva en sí el germen de una escisión al Partido y, por tanto, de una guerra civil. La democracia liberal y las debilidades del humanitarismo, cuando las masas no están maduras, equivalen a un suicidio para la revolución. Y a pesar de ello, mi actitud de oposición staba fundada en el deseo de apelar a esos métodos, en apariencia tan seductores, pero en realidad tan mortíferos. Estoy de acuerdo en que una demanda para una reforma liberal de la dictadura, para una democracia más amplia, para la abolición del terror y para que la organización del Partido no sea tan rígida, sería objetivamente perjudicial en estos momentos y, por consiguiente, de carácter contrarrevolucionario...
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