domingo, 27 de mayo de 2007

Las cosas que se oyen y se leen


Un querido lector me manda un artículo. Curiosamente está relacionado con la entrada de ayer con el texto de Berlin sobre Stuart Mill. Casualidades de la vida.

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice,
Nunca se ha de decir lo que se siente?
(F. de Quevedo)

Para poder decir lo que se siente, como dice el verso de Quevedo, hay un primer requisito: sentir. La idea del verso también podría interpretarse como pensar. Mejor aún, si nos lo permite el poeta (que según me consta nos lo permite): sentir y pensar.
Son pocos los que en nuestra sociedad practican tan arriesgadas aventuras. Los más poseen el confortable hábito de ingerir acríticamente las ideas, slogans, interpretaciones y reflejos mentales que le son proporcionados, ya predigeridos, por los medios de comunicación social, y utilizarlos como la expresión de un modo de pensar con frecuencia inexistente. Estos patrones verbales profusamente difundidos van conformando su modelo interpretativo del mundo y de los acontecimientos.Ello tiene además la cómoda ventaja de evitar el compromiso y el riesgo de formar los juicios personales que determinan a cada cual como ser autónomo y permite adaptarse cómodamente a una situación en la que el consenso social legitima la cultura dominante, incluida la propaganda. Ambas son servidas al ciudadano como lo que hay que creer, para que se haga lo que hay que hacer. A ello coopera el fenómeno de la masificación y el entusiasmo por la democracia que adorna de virtudes, con notoria exageración, a una imperfecta fórmula de sistema político cuyo mejor atributo es, como dijo Churchill, el de ser menos malo que los restantes, y ha llevado a la convicción implícita de que algo es más verdadero o conveniente porque mucha gente lo afirma. En España, además, una ley electoral inicua otorga una representación política no proporcional al número de votantes, lo que repugna al sentido común y al concepto de equidad, al otorgar a partidos poco votados una fuerza que no tendrían en un sistema proporcional.

“El idioma mismo en el que por fuerza habremos de pensar nuestros propios pensamientos es ya un pensamiento ajeno, una filosofía colectiva, una elemental interpretación de la vida que nos aprisiona fuertemente” (Ortega: “En torno a Galileo”)

La lengua es el soporte de nuestra ideación. Por ello, es el instrumento que conforma el pensamiento. Así, los que quieren someter a los demás se sirven de él para inducirles lo que tienen que pensar y aceptar como conveniente. Conveniente ¿para quién?
Entre los problemas que posee nuestra actual sociedad el lenguaje es, en mi opinión, el más grave porque por su medio se va instilando en las conciencias un “pensamiento recomendado”, que moldeará la percepción de los acontecimientos, determinará el juicio sobre diversos asuntos de índole social y política y permitirá a sus promotores crear las “realidades” que, convenientemente asimiladas por las gentes, resulten más favorables a sus intereses.
Se comenzó por modificar algunas denominaciones que tratan de suavizar realidades poco agradables o poco correctas.
Así se viene hablando de países en desarrollo para denominar a los países subdesarrollados, de invidentes para designar a los ciegos, tercera edad para la vejez, interrupción voluntaria del embarazo para el aborto, o violentos para designar a ciertos criminales (¡que nadie pueda sentirse ofendido por una palabra!. Violento es palabra “light” y hasta cierto punto tolerable).
¿Se puede hablar de la interrupción voluntaria de la vida para designar al suicidio?
Los muertos ¿Son invivientes?
Hoy día se predica sosiego y moderación ante ciertos hechos cuyo simple relato produce indignación lo cual no es otra cosa que una propuesta de resignación ante determinadas situaciones.
Si bien es cierto que la prudencia y la moderación son virtudes estimables y convenientes, también es preciso reconocer que no son virtudes supremas.
Lo mismo ocurre con la tolerancia ¿Puede tolerarse todo? ¿Hay que ser tolerantes con los intolerantes?
En el plano de la política, la tergiversación del lenguaje ha llegado a constituir un auténtico peligro para la sociedad.
Algunos ejemplos:
Se han oído en un pasado no muy lejano dos expresiones para designar los mismos crímenes: “guerra sucia” (GAL) y ‘lucha armada” (ETA). Aunque se trata de lo mismo, los mensajes implícitos son discordes: el primer caso connota una acción vil, despreciable y repugnante; el segundo transmite un tinte de cierta nobleza que, además, se justifica mediante un propósito final tan encomiable como la liberación de un pueblo oprimido y constituye el camino para resolver un “conflicto” histórico.
¿Son cosas distintas? ¿a quién sirve tal distinción?. Es muy grave que una banda de asesinos haya logrado imponer un lenguaje que trata de ennoblecer y justificar sus acciones criminales.
Cosa parecida ocurre cuando se habla de las relaciones entre Euskadi (o Cataluña) y España, como entidades distintas, siendo así que se trata de la parte y el todo. ¿Por qué se acepta ese perverso juego verbal incluso por los no nacionalistas y por una buena parte de la prensa?
Crispación: naturalmente, hoy es la actitud (desagradable) de los que no coinciden con las tesis y acciones del actual poder político. La propia onomatopeya es chirriante, causa grima, molesta, agrede al oído, connota lo irritante, tiende a devaluar la opinión del otro y lo arrincona en el lugar de los antisociales, aunque en realidad sólo se trata de una simple discordancia legítima (y políticamente obligatoria) con aquello que no se está de acuerdo.
La prensa arropa estas tergiversaciones y con frecuencia sigue dócilmente los dictados del lenguaje impuesto: cuando alguien muestra una simple discrepancia del adversario político se dice que “arremete” contra él (esta expresión se lee y oye casi todos los días). Lo que se está transmitiendo es un concepto de “embestida”, irracional e indigna de consideración
[1].
Diálogo: es verdad que el diálogo es el gran instrumento para acordar voluntades, mediante una actitud de apertura ante las ideas ajenas y una consideración rigurosa y desapasionada de las propuestas que contienen. Pero no es menos cierto que el diálogo exige una reciprocidad de dicha actitud, que es incompatible con el rechazo a priori de los argumentos del otro mediante el encastillamiento en la propia posición, que se intenta imponer al discrepante sin escuchar sus razones. Por ello hay una pregunta previa ¿con quién se pretende dialogar?.
Sobra decir a qué nos estamos refiriendo y la inanidad del uso de este término en los momentos actuales.
“Izquierda” y “derecha”: “Derecha” actualmente no es ya un menosprecio del que sostiene ciertos principios y valores; se ha convertido en un insulto y una condena al ostracismo político y social. Representa en el imaginario borreguil lo egoísta y antisocial, lo carente de escrúpulos, lo explotador, lo opuesto al necesario progreso que, naturalmente, es patrimonio de la “izquierda”, quintaesencia de todos los valores de avance social. Ésta, la “izquierda”, es quien nos autorizará a estar presentes con legitimidad en la sociedad y nos expenderá la credencial necesaria para opinar, eso sí, siempre que cumplamos con sus reglas de “progreso”.
Ya sabemos que los que no se avienen a aplaudir a esta “izquierda” son “fascistas”. A juzgar por cómo hemos visto últimamente las calles de Madrid en sucesivas manifestaciones ciudadanas, Mussolini debe estar preparando su salida de la tumba para responder a la llamada de los suyos y capitanear a tan numerosas y adictas masas.
Los ejemplos pueden multiplicarse sin más que leer la prensa, escrita o hablada, y escuchar algunas declaraciones de los políticos.
A lo dicho y en orden a completar el cuadro problemático actual hay que añadir que, mientras, se reduce el nivel de exigencia en la enseñanza, se atiborra de derechos a los jóvenes, a quienes apenas se habla de deberes, cuando el balance entre derechos y deberes es una correlación necesaria (a menos deberes menos derechos y viceversa). En este clima empobrecido de cultura el lenguaje dirigido jugará sus mejores bazas .
Cualquiera que no esté cerrado a la realidad percibirá que hoy, en España, se está tratando de implantar una sociedad acrítica y obediente a los dictados del poder político, que no estorbe el ejercicio del mismo a los que ahora lo tienen. ¡Viva la mediocridad!. ¡Muera la excelencia!
Por eso, para evitar el “camino de servidumbre” (Hayek), hace falta que los “espíritus valientes” que evoca el verso de Quevedo sean cada vez más numerosos, tengan la capacidad de no caer en las trampas del lenguaje y contribuyan a limpiar éste de tan peligrosas contaminaciones.
¿Se logrará ello con los actuales planes de educación?. La razón dice que no.

[1] Uno de nuestros grandes hombres del 98 dijo: “ de cada 10 cabezas españolas, una piensa y nueve embisten” ¿Seguimos igual?

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