Hay un anuncio en la emisora Intereconomía en el que se repasa cuál es la cualificación profesional de los políticos españoles. Viene a decir (cito de memoria) que aproximadamente un 30% de los diputados nacionales no tienen estudios universitarios y más del 50% de los diputados autonómicos están en la misma situación. Admitiendo que los estudios no son garantía de nada, creo que para el ejercicio de la política sí deberían ser exigidos. Dado que los políticos legislan, tendrán que tener al menos conocimiento de Derecho. A pesar de este pobre bagaje intelectual, se dice que los políticos son élites. ¿Pepiño? ¿Montilla? Menudas élites.
Me ha parecido excelente este artículo de Daniel Martín en Estrella Digital:
Para una mente ingenua, la clase política se presenta como un grupo de personas cultivadas, capaces, desprendidas, honradas e independientes que renuncian a una vida más provechosa por mor del bien común. Para un espíritu más avezado, ésa es tan sólo una idea que hace aún más triste la realidad. Ya ni en sueños podemos esperar que nos gobiernen los mejores. Pero uno, siempre utópico, espera que por lo menos nos dejen de gobernar los más ignorantes, incapaces, egoístas, deshonestos o dependientes de partidos o multinacionales.
La cuestión no es que nos deban gobernar los Miguel Ángel, Shakespeare, Newton, Kant, Tolstoi, Einstein o demás genios que queden por ahí, si es que a estas alturas queda alguno. Cada uno debe dedicarse a lo suyo, y esos genios hicieron lo que hicieron porque no se dedicaron a la política. Se podría decir que las sociedades han progresado gracias a unos pocos hombres pese a los obstáculos que en su camino han colocado —¿han sido?— los políticos.
Echando un rápido vistazo a la Historia, son pocos los nombres de políticos a los que podría poner un sobresaliente: Pericles, Cicerón, Leovigildo, Recaredo, Fernando II de Aragón, Disraeli, Castelar, Churchill... muchos de ellos con reservas. Otros nombres ilustres, como Octavio Augusto, Isabel I de Inglaterra, Abderramán III, Isabel I de Castilla, Carlos V de Alemania, Felipe II, Isabel I de Inglaterra, Talleyrand, la reina Victoria, Colbert, Bismarck, Maura, Adenauer, De Gaulle, son grandes hombres con algunas o muchas miserias. Y los nombres de Alejandro Magno, Julio César, Federico II de Prusia o Napoleón son demasiado cercanos al totalitarismo para considerarlos siquiera.
Por el contrario, son innumerables los nombres que entrarían en una lista de políticos terroríficos. Por lo general, los gobernantes han sido gente de dudosa moralidad, tendentes más al abuso que al bien del pueblo al que pertenecían y regían. Pero, en cualquier caso, la mayoría de ellos eran seres humanos de inteligencia y/o carisma, hombres de Estado capaces de pensar con cierta soltura y hablar con un mínimo de ingenio.
Lo que más llama la atención del actual statu quo es que los gobernantes actuales, o sus rivales de la oposición, siguen siendo entes de dudosa moralidad, pero sin el mínimo de inteligencia, preparación y apariencia que caracterizaban a los regidores del pasado. Ahora, en todo un alarde democrático, cualquiera puede ser presidente de Estados Unidos o del Reino de España. ¿Qué podemos esperar de cualquier alcalde cuando nuestro presidente es José Luis Rodríguez Zapatero?
Basta notar la brevedad de las listas anteriores para darse cuenta de que el bienestar y capacidad de progreso de una nación no depende de la calidad de sus políticos. Si el Imperio romano sobrevivió a Calígula o Nerón, cualquier país de menor tamaño puede superar cualquier ejecutivo. ¡Si hasta España consiguió salir adelante durante y después del reinado de Fernando VII! Así, la propia inercia histórica, el peso de la sociedad, del conjunto de las familias formadas por individuos, antaño súbditos y después ciudadanos, y las “genialidades” de unos pocos elegidos han mantenido el imparable avance de la Humanidad, el mayor oxímoron polisémico.
No, no creo en aquello de que cada país tiene el Gobierno que se merece. Más bien creo que, en el 2007, cada país es culpable de soportar al gobernante que le ralentiza. Porque el auténtico problema, ahora, es que si bien los gobernantes son, por lo menos, tan malos como siempre, la sociedad no es tan fuerte como antes ni existe una élite que mantenga, cuando menos, el ascenso humano.
Medio siglo de sistemas educativos igualitarios “por abajo” y un materialismo consumista han convertido la sociedad en una masa inconexa donde los individuos buscan la realización personal antes que el bien de la comunidad. Y, esto es lo peor, a través de caminos puramente materiales, hedonistas, alejados de cualquier potencia humana que tenga que ver con el saber, la ética o la espiritualidad. La sociedad, más que nunca democratizada, ha degenerado en un conjunto nada cohesionado de infinitas voluntades sin apenas sentimientos comunes.
A eso se ha unido el imparable declive de la creatividad y la capacidad de generar conocimientos nuevos. Perdidos en el mercado global, donde todo se mide según un precio, la genialidad parece haber desaparecido. ¿Dónde están los genios de las ciencias y las artes? Perdidos en un laboratorio, aquéllos, en manos de unos marchantes o esclavos de las subvenciones, éstos. Y así, sujetos a una clase política que a veces no sabe ni leer ni “no robar”, estamos condenados a una mediocridad existencial donde la palabra “excelencia” no sólo parece prohibida, sino que también simula estar extinta. La involución es el siguiente estadio del esperpéntico drama de lo humano.
La cuestión no es que nos deban gobernar los Miguel Ángel, Shakespeare, Newton, Kant, Tolstoi, Einstein o demás genios que queden por ahí, si es que a estas alturas queda alguno. Cada uno debe dedicarse a lo suyo, y esos genios hicieron lo que hicieron porque no se dedicaron a la política. Se podría decir que las sociedades han progresado gracias a unos pocos hombres pese a los obstáculos que en su camino han colocado —¿han sido?— los políticos.
Echando un rápido vistazo a la Historia, son pocos los nombres de políticos a los que podría poner un sobresaliente: Pericles, Cicerón, Leovigildo, Recaredo, Fernando II de Aragón, Disraeli, Castelar, Churchill... muchos de ellos con reservas. Otros nombres ilustres, como Octavio Augusto, Isabel I de Inglaterra, Abderramán III, Isabel I de Castilla, Carlos V de Alemania, Felipe II, Isabel I de Inglaterra, Talleyrand, la reina Victoria, Colbert, Bismarck, Maura, Adenauer, De Gaulle, son grandes hombres con algunas o muchas miserias. Y los nombres de Alejandro Magno, Julio César, Federico II de Prusia o Napoleón son demasiado cercanos al totalitarismo para considerarlos siquiera.
Por el contrario, son innumerables los nombres que entrarían en una lista de políticos terroríficos. Por lo general, los gobernantes han sido gente de dudosa moralidad, tendentes más al abuso que al bien del pueblo al que pertenecían y regían. Pero, en cualquier caso, la mayoría de ellos eran seres humanos de inteligencia y/o carisma, hombres de Estado capaces de pensar con cierta soltura y hablar con un mínimo de ingenio.
Lo que más llama la atención del actual statu quo es que los gobernantes actuales, o sus rivales de la oposición, siguen siendo entes de dudosa moralidad, pero sin el mínimo de inteligencia, preparación y apariencia que caracterizaban a los regidores del pasado. Ahora, en todo un alarde democrático, cualquiera puede ser presidente de Estados Unidos o del Reino de España. ¿Qué podemos esperar de cualquier alcalde cuando nuestro presidente es José Luis Rodríguez Zapatero?
Basta notar la brevedad de las listas anteriores para darse cuenta de que el bienestar y capacidad de progreso de una nación no depende de la calidad de sus políticos. Si el Imperio romano sobrevivió a Calígula o Nerón, cualquier país de menor tamaño puede superar cualquier ejecutivo. ¡Si hasta España consiguió salir adelante durante y después del reinado de Fernando VII! Así, la propia inercia histórica, el peso de la sociedad, del conjunto de las familias formadas por individuos, antaño súbditos y después ciudadanos, y las “genialidades” de unos pocos elegidos han mantenido el imparable avance de la Humanidad, el mayor oxímoron polisémico.
No, no creo en aquello de que cada país tiene el Gobierno que se merece. Más bien creo que, en el 2007, cada país es culpable de soportar al gobernante que le ralentiza. Porque el auténtico problema, ahora, es que si bien los gobernantes son, por lo menos, tan malos como siempre, la sociedad no es tan fuerte como antes ni existe una élite que mantenga, cuando menos, el ascenso humano.
Medio siglo de sistemas educativos igualitarios “por abajo” y un materialismo consumista han convertido la sociedad en una masa inconexa donde los individuos buscan la realización personal antes que el bien de la comunidad. Y, esto es lo peor, a través de caminos puramente materiales, hedonistas, alejados de cualquier potencia humana que tenga que ver con el saber, la ética o la espiritualidad. La sociedad, más que nunca democratizada, ha degenerado en un conjunto nada cohesionado de infinitas voluntades sin apenas sentimientos comunes.
A eso se ha unido el imparable declive de la creatividad y la capacidad de generar conocimientos nuevos. Perdidos en el mercado global, donde todo se mide según un precio, la genialidad parece haber desaparecido. ¿Dónde están los genios de las ciencias y las artes? Perdidos en un laboratorio, aquéllos, en manos de unos marchantes o esclavos de las subvenciones, éstos. Y así, sujetos a una clase política que a veces no sabe ni leer ni “no robar”, estamos condenados a una mediocridad existencial donde la palabra “excelencia” no sólo parece prohibida, sino que también simula estar extinta. La involución es el siguiente estadio del esperpéntico drama de lo humano.
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