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domingo, 27 de marzo de 2011

Ejemplaridad pública (I)


Interesante la presentación de Ejemplaridad pública, el penúltimo ensayo de Javier Gomá. No sé si eljoven filósofo encuentra una respuesta plausible a su cuestión palpitante, pero a la vista del estado de la situación, al menos en España, yo no sería muy optimista.

Y la cuestión es ésta: la lucha por la liberación individual reñida por el hombre occidental durante los últimos tres siglos no ha tenido como consecuencia todavía su emancipación moral. Ha sido una dignísima causa esa pelea contra la opresión, la coacción y el despotismo ideológico que gravitaban sobre el yo, porque gracias a ella se ha ensanchado inmensa y dichosamente la esfera de libertad individual.
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En nuestra época se ha consumado en una alta propoción el ideal de una civilización no represora.
Ahora bien, la ampliación de la esfera de libertad no garantiza el uso cívico de esa libertad ampliada. Abusamos, con sobrado énfasis del lenguaje de la liberación cuando lo que urge es preparar las condiciones culturales y éticas para la emancipación personal. Basta abrir los ojos para contemplar el espectáculo de una liberación masiva de individualidades no emancipadas que ha redundado últimamente en el interesantísimo fenómeno, original de nuestro tiempo, de la vulgaridad. Llamo vulgaridad a la categoría que otorga valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo. Y su originalidad histórica consiste en conceder a esa exteriorización de la espontaneidad no refinada, directa, elemental, sin mediaciones, de un yo no civilizado, el mismo derecho a existir y ser manifestada públicamente que los más elevados, selectos y codificados productos culturales, y ello, por nacer, unos y otros, de subjetividades que comparten exactamente la misma dignidad.
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Sin embargo, la vulgaridad ha de ser tomada como punto de partida, no como el puerto de arribada. Respetable por la justicia igualitaria que la hace posible, la vulgaridad puede ser también, desde la perspectiva de la libertad, una forma no cívica de ejercitarla, una forma, en fin, de barbarie. Imposible edificar una cultura sobre las arenas movedizas de la vulgaridad, ningún proyecto ético colectivo es sostenible si está basado en la barbarie de ciudadanos liberados pero no emancipados, personalidades incompletas, no evolucionadas, institivamente autoafirmadas y desinhibidas del deber.
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Durante largos siglos, el menor de edad que se hallaba en fase de formación consentía en adecuar su estilo de vida a los requerimientos sociales compelido por la presión irresistible de un complejo de factores que conspiraban para obrar en un yo indefenso y dócil esa transformación. El principio de autoridad, clave de bóveda de las sociedades desde los tiempos prehistóricos, hacía residir el monopolio de derecho, legitimidad y prestigio en determinados ciudadanos adultos -el padre, el profesional, el maestro, el sacerdote, etcétera- con poder ilimitado para modelar la conducta de la juventud y reprimir su potencial resistencia. Colaboraban también las "buenas costumbres" sociales, consagradas por tradición, que conducían al yo hacia la virtud con gran economía de esfuezo y emancipaban masivamente a la ciudadanía. Creencias colectivas, en especial la religión y el patriotismo, suminsitraban un fundamento ideológico a la socialización consuetudinaria. Por último, la paideia premoderna favorecía en general una idea de hombre que encontraba sentido a su vida y una posición en el mundo formando parte de un todo cósmico y social que le trascendía. Salirse de ese esquema equivalía a desafiar la autoridad, desviarse de las venerables costumbres, cargar con la tacha de ateo y antopatriota, y perderse en una angustiosa tierra de nadie. Con el Romanticismo, el yo súbitamente se descubre como totalidad subjetiva y no se deja asimilar, como antes, a una función social. Entonces cuajó un concepto de subjetividad que se identifica con la extravagancia y que, aunque claramente inadecuado para los fines civilizatorios, se ha generalizado en nuestra época como forma canónica de autoconciencia subjetiva.
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El resultado ha sido que hemos renunciado a los tradicionales vehículos de socialización del yo sin haberlos sustituido por otros nuevos. Cabe plantearse con toda seriedad si, en la opción esencial entre civilización y barbarie que se agita en lo profundo de la conciencia de todo ciudadano, estos limitados presupuestos intramundanos y seculares, sin la ayuda del poder movilizador de las antiguas ideologías serán por sí solos suficientes para hacerle sentir el deber y para inclinar su corazón hacia la civilizada autolimitación de sus deseos. Y la cuestión palpitante asume ahora la siguiente forma interrogativa: ¿Qué puede ofrecer esta civilización para retener, refinar o sublimar las inclinaciones estético-instintivas del yo cuando se ha renunciado a la religión y el patriotismo y a las antiguas creencias colectivas? ¿Qué civiliza al yo, qué lo socializa, qué le hace virtuoso en una soiedad secularizada? ¿Es realmente viable una civilización con pretensiones de permanencia que, tras la muerte de Dios, trata de edificarse exclusivamente sobre la vulgaridad de sus miembros? ¿Qué razones pueden resultar de verdad hoy convincentes al yo para que acepte una cierta dosis de "urbanidad" y haga propias las limitaciones y alienaciones inherentes a una civilizada vida en común renunciando a sus pulsiones antisociales, bárbaras quizá en un sentido, pero suyas, auténticas y espontáneas? En suma, ¿por qué la civilización y no la barbarie?

domingo, 1 de junio de 2008

Finkielkraut


Excelente entrevista a Alain Finkielkraut ayer en El Mundo.

Pregunta: ¿Cuál de los efectos de Mayo del 68 considera más graves?

Respuesta: Podría citar entre ellos esta idea de la juventud como valor supremo. Una de las fotos más desgraciadas del movimiento es la que muestra a Jean- Paul Sartre postrado ante el joven Cohn-Bendit. Es un momento histórico, estremecedor: los adultos abdican, se convierten en seguidores de los jóvenes, dejan la batuta en el atril. Ofician el suicidio de la madurez. Ésa es la consecuencia más grave del 68. Los adultos se retiran para dar el poder a los niños, a los adolescentes, a los estudiantes. Olvidando el compromiso de la educación y de la transmisión de valores. El 68 sustituye la figura del hombre cultivado por la del niño mimado. He aquí el resultado de aquel movimiento y la herencia que todavía vivimos hoy.

P: También alude usted al dogmatismo de la democracia.

R: Hay un gran malentendido en torno a la idea de la democracia. Y del igualitarismo, que se ha ido extendiendo como principio en todos los ámbitos de la existencia. Pero la igualdad y la democracia no tienen nada que hacer en la cultura ni en la educación. Se ha puesto en discusión la asimetría entre el profesor y el alumno. Se les ha colocado en un mismo plano. Igual sucede con la cultura. Ha desaparecido la jerarquía de los valores estéticos: tanto vale la ópera como el rap, la belleza como la trivialidad. Hannah Arendt decía que la cultura consiste en saber elegir la compañía. La compañía de un libro, de una película, de una persona. Ahora no hay lugar a la elección. Elegir es distinguirse, distinguirse es jerarquizar, jerarquizar es excluir y excluir es discriminar. Insisto: el lugar de la democracia es la poítica y la justicia social. Pero en otros ámbitos, como el cultural y el educativo se imponen reglas distintas. El drama de nuestro tiempo consiste en haber convertido en derechos del hombre todas las cosas materiales y espirituales. Es así como se ha pasado de la transmisión de valores a la construcción individual del propio saber, invocando el principio del igualitarismo. El profesor autoritario se confunde con el opresor, la jerarquía, con la represión.

P: El problema también se extrapola al fenómeno doméstico. La democratización de los hogares.

R: Se está perdiendo, desdibujando, la figura del padre. No porque se dedique a cambiar pañales, sino porque la familia se ha convertido en un espacio de negociación perpetua. Todo se desarrolla en un registro puramente afectivo, igualitario, pero no ya simbólico. La familia ha dejado de ser una institución para convertirse en una especia de asociación precaria.


viernes, 25 de mayo de 2007

Corrección política


Vivimos en un tiempo en el que la corrección política avasalla a los individuos y hay una especie de control social "dictatorial" sobre las opiniones en la que si uno expone ideas diferentes con la vehemencia propia que surge del convencimiento profundo, es rápidamente tachado de radical, de ultra y, si eso es relativo a España, a la estructuración del Estado, directamente de fascista.


En un ensayo de Isaiah Berlin sobre Stuart Mill he encontrado estos dos párrafos relativos a este control de la opinión. Es curioso cómo los clásicos anticiparon hace siglos muchos de los problemas que hoy nos aquejan. Lo malo es que lo que para ellos fue una intuición, para nosotros es una realidad.


Percibió que en nombre de la filantropía , la democracia y la igualdad se estaba creando una sociedad en la que los objetivos se iban haciendo artificialmente más pequeños y estrechos, y en la cual se estaba convirtiendo a la mayoría de los hombres en un simple "rebaño industrioso" (para usar la frase de su admirado Tocqueville) en el que la "mediocridad colectiva" iba ahogando poco a poco la originalidad y la capacidad individual. Mill estaba en contra de lo que posteriormente se ha llamado hombre-organización, tipo de persona contra la que Bentham no habría puesto ninguna objeción racional. ... Ante todo Mill se situó en contra de aquellos que estaban dispuestos a vender el derecho de todo hombre a participar en el gobierno, en las esferas de la vida pública, con el único fin de que les dejaran cultivar sus jardines en paz; hubiera contemplado con horror la difusión de esta característica en nuestra vida de hoy.

(...)



Creyó que mantener firmemente una opinión significaba poner en ella todos nuestros sentimientos. En una ocasión declaró que cuando algo realmente nos concierne, todo el que mantiene puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería esta actitud a los temperamentos y opiniones frías. No pedía necesariamente el respeto a las opiniones de los demás; lejos de ello, solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están equivocadas, burlarse de ellas o despreciarlas incluso, pero tolerarlas. Ya que sin convicciones, sin algún sentimiento de antipatía no puede existir ninguna convicción profunda; y sin ninguna convicción profunda no puede haber fines en la vida, con lo cual nos encontraríamos al borde del abismo.